Parece ser que en el aislamiento social sanitario —antes obligatorio— los sentires y los pesares son diversos. Muchxs estamos alejados de nuestros familiares y amigues, algunxs nos quedamos en el búnker esperando que todo esto pase, otros prefirieren salir por las calles a juntarse con sus amigues a tomarse una birra o comerse un asado en familia. Lo que nos está pesando es la ausencia, la falta de contacto físico y en principio es entendible. Pero hay ausencias que son irreparables, todxs tenemos un familiar o un amigx que se fue y aprendimos a convivir con esa ausencia. En mi caso perdí a mi padre cuando tenía 14 años y no tenía idea de lo que significaba la muerte: esa ausencia irreparable y para toda la vida. Con los años fui llenando ese sentimiento de vacío adoptando otras personas para que me brindaran de alguna u otra manera ese cariño que me daba él. La verdad que esto no alcanzó porque cuando el cambio repentino nos atraviesa lo mejor es no negarlo, hay que transitarlo e ir buscando aquello que pueda llegar a reponer de alguna manera la ausencia. En mi caso esto sucedió con el cine, encontrar en las películas algo que no podía tener en la vida real: mi padre.
Intentaré no quebrarme en este ensayo cinéfilo y autobiográfico en el que haré un recorrido por aquellas películas que me trajeron a mi padre a la pantalla una y otra vez, porque en cada personaje encontraba algo de él y también algo de mí. Voy a elegir tres películas (que volví a ver en esta cuarentena) que son a la vez representativas tanto para para la historia del cine como para mi historia personal, y que al mismo tiempo son fáciles de conseguir en la web para que las puedan ver. Siempre sostengo que nadie puede ni debe quedar indemne luego de una experiencia cinéfila, el cine es nuestro arte más joven y de alguna manera el que más nos representa, hace poco escuché en una clase on line en palabras de Roger Koza que “el cine es la universidad del pueblo”, yo agregaría que además —por lo menos en mi caso— es la mejor terapia ante la ausencia.
Un lugar en el mundo (Adolfo Aristarain, 1992)
Vuelvo a esta película todos los años, es como si yo me sintiera su protagonista Ernesto Dominicci y volviera cada año a visitar mi pueblo y la tumba de mi viejo. Esta película además fue una de las últimas que vi con él en su departamento del barrio de Floresta, alquilada en VHS uno de los fines de semana que me tocaba pasarlo en su casa. Eran los principios de los noventas, mi viejo ya había recibido unos cuántos palos a nivel político, había formado parte como muchos de su generación de una militancia activa para cambiar el orden establecido. Tenía una fuerte convicción en lo comunitario, era el encargado de reunir a sus amigxs por alguna causa justa, ya sea por la lucha contra la desigualdad social como para cocinar un locro con ají picante acompañado por un vino tinto de damajuana. Dos años después de compartir tamaña película junto a él, como si fuese una especie de despedida premonitoria, mi viejo se iba de este plano para convertirse en una especie de héroe etéreo. Así como Ernesto, yo también sentí bronca ante la ausencia física, pero los que quedaron se encargaron de festejarme los 15 años con bombos y platillos, “como él quería”. Mi padre vuelve todos los años, encarnado en el personaje interpretado por Federico Luppi, su mirada ante la inmensidad en esos cerros de San Luis mientras reflexiona sobre el espacio, su lugar en ese mundo y que ante “la derrota” (entre muchísimas comillas) por lo menos hay que darse el lujo de ganar una batalla. Hoy pienso que de la ausencia también se aprende pero no por eso se deja de sentir bronca, así como Ernesto, pienso a mi padre y lo invoco cada vez que puedo.
Ernesto: “…a mí también a veces me da bronca no tenerte al lado y poder hablar con vos. A veces nos haces mucha falta, viejo. Después que pasó lo tuyo en diez días liquidamos lo poco que teníamos y nos fuimos a Buenos Aires. Yo terminé el primario en un colegio que tenía secundario como vos querías. Las piedras todavía las tengo, pero no me dio por ese lado, me dio por la medicina. Ya estoy en tercer año y ahora me presenté a una beca y me salió, me voy a España. No sé muy bien qué voy a hacer cuando se me termine la beca, puedo buscar trabajo en Europa, o no sé…volver a Buenos Aires si la cosa mejora. Me gustaría que me dijeras cómo hace uno para saber cuál es su lugar, yo por ahora no lo tengo. Supongo que me voy a dar cuenta cuando esté en un lugar y no me pueda ir. Supongo que es así, ya va a aparecer, todavía tengo tiempo de encontrarlo”.
Un oso rojo (Adrián Israel Caetano, 2002)
Voy a empezar por un recuerdo, mi viejo me venía a buscar los viernes a la tarde y me devolvía los domingos a la casa de mi madre. Había dos cosas que hacíamos siempre: ir a comer pizza a “El Fortín” y comprar varios sobres de figuritas para que llenara el álbum —creo que era el de Basuritas— Obviamente lo que yo exigía primero eran las figuritas, como si en esa exigencia él pudiera saldar su ausencia de la casa familiar. Un viernes, nos sentamos en una mesa junto a la ventana de la pizzería y yo exigí mis figuritas pero él me dijo que ese día no había podido comprármelas. Instantáneamente bajé la cabeza y me enculé, el silencio que corrió en esa mesa me resultó eterno, a continuación el mozo trajo la pizza de muzzarella, mi padre me sirvió la gaseosa mientras yo seguía inmutable; por dentro estaba deseosa pero el orgullo era más grande. Mi padre comenzó a comer, yo apenas lo miraba con mi cabeza gacha para que él no se diera cuenta. En un momento, unos sobres de figuritas empezaron a deslizarse sobre la mesa, mi orgullo se había apoderado de mí entonces no sonreí y recién agarré el tercer sobre de figuritas. La sonrisa comenzó a emerger, ante la mirada de mi padre que tenía un escarbadientes en la boca. Fue un duelo de titanes, por un lado la niña que exigía de alguna manera lo que él no le daba entre semana y su padre intentando en ese acto —también de orgullo— hacerse fuerte, imponer su autoridad y no quedar relegado a un simple divertimento de fin de semana. Esto lo entendí muchos años después y fue a partir de ver, en Un oso rojo, la escena de la pizzería entre el personaje del padre interpretado por Julio Chávez ante la mirada de su pequeña hija Alicia a la que no veía hace años por estar en la cárcel por robo y asesinato de un policía. Alicia comienza a jugar con las tapitas de las gaseosas y de la cerveza de su padre, él la mira y le pregunta que está haciendo, ella le contesta que un juego que le enseñó una compañera de la escuela. El juego consiste en meter una de las tapitas en medio de las otras dos, pero una la puede tocar pero no la puede mover y la otra la puede mover pero no la puede tocar. La hazaña parece imposible, Julio Chávez con su palillo entre los dientes observa la escena con detenimiento ante la mirada de una hija desconocida y expectante. Un plano detalle de los dedos de Chávez, quién con precisión logra la proeza de manera heroica, su hija lo mira con una gran sonrisa ante una banda sonora de película de western. El padre ganó la batalla, la hija la guerra, porque esa misma noche puede leer de manera fluida desde la cama de su habitación “Cuentos de la selva” de Horacio Quiroga ante la mirada de un oso de peluche rojo y una antigua foto familiar —de antes de la cárcel— en la mesita de luz, todos regalos de su padre, al que no verá nunca más.
Paris, Texas (Win Wenders, 1984)
En muchas familias corre esa máxima de que todo tiempo pasado fue mejor. Mi familia estuvo atravesada por la ausencia: exilios, muertes, distanciamientos varios, incomunicación y ahora una pandemia mundial. Win Wenders es uno de los primeros directores que descubrí en mi historia de cinefilia, no sé si mi padre vió alguna de sus películas pero no puedo dejar de pensar en él como un Travis errante en el desierto. Paris, Texas es otra de las películas que revisito todos los años, la escena de la proyección en súper 8 con las imágenes de un viaje familiar, quizás las últimas vacaciones juntos, el último momento de felicidad de una familia desmembrada. La proyección abre con una subjetiva desde el auto en la ruta y un cartel —pasacalle— que dice “Felices Fiestas” (Seasons Greetings) ante una canción que nos introduce en la melancolía que vive el protagonista interpretado por Harry Dean Staton, una especie de música country mexicana que acompaña el juego de miradas entre los personajes dentro y fuera de la pantalla de la proyección. El pasado, el presente y la ausencia están presentes todos juntos en esta escena de unos cuatro minutos de duración en los que podemos resumir toda la película. Hay un gran ausente que es la madre (Nastassja Kinski), la última en aparecer en la cinta, pero Travis también es un personaje ausente como también lo es su pequeño hijo que quedó al cuidado de sus tíos cuando sus padres se fueron por distintos caminos. Las miradas entre padre e hijo en esta escena a mí siempre me hacen saltar las lágrimas, los dos sufren por la misma mujer pero de maneras distintas. También está implícito todo lo que padres e hijxs aprendemos mutuamente en ese vínculo, salga como salga, dure lo que dure, el aprendizaje queda indeleble.
Hunter: Ese soy yo conduciendo.
Travis: Lo sé, serás un buen conductor.
Mi padre no llegó a enseñarme a manejar pero sí me enseñó a pescar y jamás olvidé como se enhebra un anzuelo, se coloca la carnada y se arroja la tanza de la caña al agua para que los peces “piquen”. Ver a Hunter junto a Travis caminando en el muelle hacia el final de la proyección fue como ver a mi padre una vez más compartiendo conmigo su gusto por pescar, por el río, los viajes y los instantes de felicidad. Yo no creo que todo tiempo pasado haya sido mejor, pero sí creo fervientemente que si no fuera por el cine la ausencia hubiera sido mucho más dolorosa, mucho menos transitable…
Para ver
Un lugar en el mundo: https://zoowoman.website/wp/movies/un-lugar-en-el-mundo/
Un oso rojo: https://zoowoman.website/wp/movies/un-oso-rojo/
París, Texas: https://zoowoman.website/wp/movies/paris-texas/